Valerio de Cholet
Olor a nardos
Por Rodolfo Herrera Charolet
Muchos años después, cuando los años se habían acumulado en su cuerpo, frente a su hija que lo escuchaba atenta, Daniel el soldado recordaba aquel día sangriento. Faltaban nueve años para que terminara el siglo XVII y se encontraba frente a la caballería de los combatientes Guillermitas, escondidos entre la hierba de una colina de Kilcommadan Hill, en las cercanías de Aughrim. Esta colina estaba rodeada por pequeños muros de piedra que eran utilizados por los granjeros para marcar sus  límites y que fueron utilizados por los soldados jacobinos para protegerse la retaguardia. El lado izquierdo de la posición estaba bordeado por un pantano que era cruzado por una única calzada, cubierta por soldados situados en Aughrim y el castillo semiderruido. Daniel a sus veinticinco años cumplidos y su compañero que aparentaba la misma edad, sin desesperarse del todo ante la inminente derrota, observaban el exterminio de hombres desarmados que en su huida fueron alcanzados por el tajo o disparo, muchos de ellos por la espalda, sin honor, sin gloria y sin recato. Desde el lugar en el que se encontraban podían observar a los comandantes que yacían entre miles de cuerpos masacrados, parecidos a un rebaño de ovejas. Se sabía que muchos habían muerto porque el ambiente se había cubierto de un olor fétido.

Daniel era un soldado jacobino irlandés y su compañero un dragón Rusell francés, ambos atrapados por una guerra que para ellos había perdido sentido, ambos al inicio de la refriega no se conocían, ni el destino que les deparaba juntos, nacidos ese día del agujero sangriento, en donde miles de carnes embalsamadas por el fuego de los disparos, eran parte de la pestilencia común y no distinguía uniformes ni grados. El olor nauseabundo se esparcía por todos lados, acompañado de los lamentos de almas vagabundas que no encontraban descanso. Los pocos eran gemidos de hombres que esperaban el último tajo para abandonar el mundo de los vivos. Sin embargo a pesar del olor a muerto, distinto a otras batallas, era el intenso olor a nardos y el aroma más intenso de extrañas flores, que se mezclaban a capricho entre la desolación y el fracaso.
–Fue un combate cruento, un combate grande. –Comentó Daniel a su hija– Eran menos que uno, pero fueron suficientes para morir a brazo partido con los nuestros, que no era el caso. Ginkel cargó sobre nuestro flanco derecho con caballería e infantería. Logramos contener el ataque y contraatacar obligándolos a retroceder. Nos protegimos de la caballería situándonos tras estacas clavadas en el suelo.
Los soldados que solo obedecen y matan a quien están al frente, sin nunca haber cruzado una ofensa y mucho menos un saludo. En la batalla de cualquier guerra, los soldados son prescindibles, no así los soberanos se ocupaban de lo que dicen público. Son los ciudadanos comunes y los mercenarios, los que para morir despiertan ese día, cuando en la batalla se marca su tragedia. Los hugonotes ubicados en la parte inferior de la colina quedaron expuestos al fuego y fueron fáciles en desbaratar. Los combatientes pelearon trinchera tras trinchera, mientras que la caballería los persiguió por el pantano, donde la mayoría murió. Los jacobitas inutilizaron numerosas piezas de artillería. El compañero de Daniel era un soldado singular, su amistad era correspondida por Theobald, séptimo vizconde de Dillon, quien en la Batalla de Aughrim lo puso a cargo de una trinchera. El vizconde antes de ser asesinado, desde lejos organizaba la defensiva creyendo que seguían siendo mayor número, sin saber que sus leales únicamente libraban la batalla en el mundo de los muertos. Así que los dos soldados afianzados al puesto, dentro de esa oquedad, sin distraerse seguían intercambiando tiros, uno de acá otro de allá y la muerte deambulando entre ellos, hasta que se convirtió en un vuelve y vuelve en dónde únicamente de ambos bandos los cuerpos caían. Godert de Ginkell dividió su caballería, en dos grupos, uno para cruzar la calzada y otro en paralelo por el campo y trincheras. Serían fáciles de matar si cruzaban la calzada, pero los jacobinos estaban cortos de munición. La respuesta desde el castillo fue incipiente, porque llegó el momento que la munición de reserva de fabricación británica, no entraba en las armas de fabricación francesa. Los guillermistas, tras darse cuenta del grave error cargaron entonces con el regimiento de caballería al mando de Henry de Massue, quien soportó un fuego ligero de mosquete y luego enfrentarse a la caballería liderada por el traidor de Henry Luttrel quien ordenó la retirada y terminó en desbandada.
–Mi alma al igual que mi cuerpo, sufrieron la traición, nuestro ejército se convirtió en un puñado de hombres heridos y mutilados a los que únicamente les faltaba el tajo o tiro de gracia. Defensivos, para no ser muertos, aunque es lo único que faltaba por hacer. –Dijo Daniel a Valeria que escuchaba atenta, las últimas confesiones de su padre.
Sin saberlo, la inutilidad de las municiones de reserva, marcaron una batalla perdida desde el inicio para los jacobinos. La caballería guillermista arrasó a la infantería jacobina expuesta y sin poder contener el ataque, cientos de soldados fueron masacrados en un solo trecho. Fue entonces cuando un cuerpo se interpuso entre una bala y Daniel, la sangre que brotó del orificio terminó sobre su cara, sintió el peso de un cuerpo muerto que le sirvió de escudo, en un día en donde las horas no se terminaban, porque fue un día largo para la muerte y corto para la vida. Frente a esos cadáveres, también estaba el cuerpo sin cabeza de Charles Chalmont, marqués de Saint Ruth, quien no llegó a salvar Athlone, porque la bala del cañón lo tomó desprevenido.
– En ese momento nuestro comandante se había convertido en parte de los cuerpos de olor fétido y al igual que su cuerpo, el ejército carecía de cabeza. Mientras el sol se apoyaba en mi nuca, mi cuerpo entero sudaba debajo, transpirando por los cabellos, mientras el polvo se pegaba a ellos como una segunda piel, como un cuerpo ajeno. Bajo el cuerpo de mi compañero, mi cuerpo adormecido esperaba el momento oportuno de accionar mi arma o exhalar mi último suspiro, tumbados en una barranca tapizada por cuerpos al estilo de las trincheras, disparaba de vez en cuando, menos que antes a falta de municiones. Sentía pasar las cosquillas gruesas por en medio de su espalda. Lo sabía, porque no podía avanzar, ni regresar. Ambos atrincherados, atrapados, pero resueltos en seguir el fuego, porque ellos picaban fuerte, su fuego como el de los adversarios no desmerecían, así que descansaba mis ojos en la espalda de ese joven combatiente.
–¿Cómo saliste de allí? –Interrumpió Valeria.
–Mi oreja derecha dejó de oír. Los cañonazos la reventaron para no seguir escuchando ese martirio. Cuando se acabaron las balas y las inútiles las dejé en la mochila, me deslicé hacia una barranca, arrastré a mi compañero, seguro de que aún estaría vivo, algo interno me lo decía. Llegué a la barranca y fue en ese lugar, en donde observé la herida que sangraba poco, así que introduje mi cuchillo para sacar el pedazo de fierro. El hombre se estremeció y un sudor frío recorrió su cuerpo, abrió los ojos y esbozó una sonrisa, antes de quedarse profundamente dormido. Con mi camisa en jirones cubrí la herida.
Los dos hombres, sobrevivientes de una extraña guerra, fueron testigos y atrapados por un fracaso templado, masacre estéril, en donde las almas valientes y en tribulación se esparcieron entre las floraciones de los codesos, como una dulce lluvia de oro sobre ramas estremecidas que no soportaban su belleza y mucho menos el veneno de sus semillas.
–¿Cuál es el nombre de tu amigo? Nunca me lo has dicho. –Pregunto Valeria.
–Ya es tiempo que lo sepas, porque ahora sí no hay quien a la muerte por mi despierte. Es Valerio de Cholet y lo llamaban Valecholet o Charolet… después de que me entierres buscalo y dale este anillo.

Aughrim 1691